MADRIGAL DE LA NIEVE OSCURA En la casa del minero muerto su ropa huérfana tiene un silencio de maderas. En los pliegues de una camisa, la luz, en su porfía, desabriga para siempre una llaga de alma rota; y desde su bufanda, de gris viejo, cuelga una melancolía de lana sin aliento. (La ropa siempre es un desconsuelo en la casa de un hombre que ya no llegará con sus pasos). En una puerta, al fondo del silencio, en donde los zapatos aún tienen su nieve, y los abrigos del perchero cobijan desamparos, un recuerdo, como una palabra efímera, despierta en una foto: ¡Una fiesta y corderos entre el fuego, y árboles y mineros y tréboles y diciembre, de algún año! Nada más que eso. Nada más. Y la inclemencia. Sobre las ventanas de la intemperie nevada, el viento bestial tiene el instinto del fuego cuando va hacia su ceniza, y poco a poco, aquí y allá, muere entre la noche y los techos, como un blanco animal que abarca el cielo. En la casa, en una habitación trémula, un pañuelo es un adiós en un bolsillo, y una lámpara añeja bosteza una oscuridad irremediable entre una cama y el espeso maderal de los postigos. La angustia del metal de un caño, como un deudo de las cosas, deja oír en el silencio la obstinación abismal de una gota de agua cayendo y cayendo en la cocina; agua que será de ahí en más una lágrima insistente en el litoral de los sollozos. Hasta que un día de cualquier tiempo, alguien, en esa casa, nombrará al hombre muerto, y, desde entonces, incesante, como un credo, el recuerdo habitará la nostalgia para siempre. En los pueblos de la cuenca, por los deshojados pañuelos de los vientos, llora la noche conmovida. Nada más que eso. Nada más. Y la tristeza.