Es un día de invierno
del año noventa y cuatro
en la estancia “La Entrerriana”
la noche llega despacio
anunciando en los pedreros
la negrura de su manto.
Todo parece distinto,
la gente, el perro, el caballo,
ese piño de capones
que ayer trajeron del campo
por si faltaba la carne.
Es estampa de milagro
la quietud de ese momento…
al enfrentar el descanso
un silencio que conforta
es por todos respetado,
ni un silbido que se atreva
a romper todo ese encanto,
si parece ceremonia
ese gesto de los gauchos
cuando se tiñe de negro
el sudor de su trabajo.
Pienso en ellos, en su esfuerzo,
en ese lamento largo
del hombre de tierra adentro,
en el grito no escuchado
de ese duro campesino,
lo mas bueno y lo mas sano
de esta Argentina tierra.
Por eso así lo acostumbraron
no importa el viento o la nieve
la lluvia o si ha escarchado,
debe cumplir, aunque duela,
porque le dieron conchabo.
Y yo les veo tranquilos
preparar para el descanso
cuero y lezna, yerba y agua
cuento trasnochado
y bromas que nunca faltan
total… mañana al trabajo.
Hay que empezarla de nuevo
siempre los mismos pastos.
El frío se va metiendo
dentro del hombre de campo.
Y entonces llega la noche,
el fogón, el mate amargo
algún pedazo e´ picana
que acompañan con un trago
y los sueños compartidos
con aquel que es un hermano
aunque no tenga su sangre
que importan aquellos lazos
si en las largas horas de pampa
vivieron igual cansancio.
Bajo el techo e´ La Entrerriana
o dónde le cuadre, paisano,
todo es igual cuando deja
la suavidad del asfalto.
La estampa siempre es la misma
en la estancia o en el rancho.
Cuando las sombras lo cubren
ovejas, perros, caballos
y hasta los bichos cuatreros
usan silencio de campo
respetando a ese gauchaje
que va a soñar su descanso.
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