Esas Mujeres De Las Que Hablo ¿Dónde andará mi padre sin su cuerpo? Emile Dickinson EN MALASPINA ALGUIEN DIJO QUE MOREIRA IBA A MATAR A HARRINGTON. El gringo le comentó a su amigo Moore que Moreira quería matarlo pero, por más que se rompía la cabeza, no recordaba tener ningún asunto pendiente con él. —Por las dudas ando armado —dijo palpándose la cintura. El amigo le contó a su mujer que Moreira iba a matar a Harrington y la mujer se lo contó a la maestra. Pasaron algunos días: el 25 de mayo la directora hizo en la escuela un discurso muy emotivo —No es posible alimentar el odio entre argentinos ---dijo-- porque todos estamos protegidos por el sagrado manto celeste y blanco de nuestra bandera— Como Moreira era chileno todos supusieron que quedaba afuera de la intención pacifista de la docente. La Comisión de madres instó la intervención del Comisario que citó a Moreira y le advirtió: —Vos querés matar al inglés, eso está en contra de la ley. Así que dejáte de joder y todo va andar bien —Lo único que Moreira pensó en ese momento fue que esto le pasaba por culpa de Harrington. Cuando el Juez de Paz lo llamó, el resentimiento hacia el tipo que le causaba tantos problemas, fue en aumento. El cura fue muy duro en su sermón. No nombró a Moreira pero a todos les quedó muy claro a quien se refería cuando habló del amor al prójimo y dijo, con mucho dramatismo ―No matarás―. La cosa siguió por algunos meses, llegó el verano y en el invierno Harrington se convenció que Moreira lo mataría y Moreira supo que mataría a Harrington. Pasaron dos años y todo parecía olvidado; pero el día en que llegó el piano donado por el Ministerio de Educación a la escuela y Moore estaba plantando los cortavientos por el lado del río; Moreira y Harrington se cruzaron. El gringo lo increpó: ―¡Así que vos vas a matarme, chilote concha de tu madre! ―Moreira pensó por un momento que nunca se le había ocurrido tal cosa pero, por puro instinto, tironeó del cuchillo. Hubo un segundo de vacilación y mientras el otro manoteaba el revolver le metió varias puñaladas. Moreira fue al hospital con cinco balazos; se repuso y fue condenado a cadena perpetua. El Gringo Harrington quedó en la parcela cuatro del cementerio de Malaspina y allí debe estar todavía. Ocho años después Moreira enfermó de apendicitis: Del depósito de encausados pasó al hospital. El médico le dijo que, no tenía nada grave, todo se solucionaría con una pequeña operación. Moreira le preguntó: ―¿Me van a cortar? ―El médico le habló de un pequeño corte —A mi no me corta nadie —dijo― y no habló más. El médico intentó explicarle pero Moreira permaneció en silencio hasta que lo devolvieron a la sala. La situación de Moreira empeoró, sentía muchos dolores y tenía la pierna paralizada. Los médicos decidieron operarlo; cuando lo llevaban al quirófano saltó de la camilla y se tiró desde el quinto piso — ¡A mi no me corta nadie!—dicen que gritó, antes de saltar hacia el vacío gris del patio. HARRINGTON HABÍA DEJADO UNA VIUDA y dos hijas: Edda y Brenda. El tren continuó llegando y quince años después de su muerte, bajó de la locomotora un hombre joven: vestía pantalones de trabajo, gorra gris y un displicente par de clíper verdes, provistos por el ferrocarril a sus maquinistas, levemente torcido sobre la nariz. A partir de ese día Julián Maldonado llegó cada semana durante los siguientes dos años y esperó la madrugada siguiente para volver llevando la misma locomotora. Nadie le prestó demasiada atención. Tiempo después visitaba la casa de la viuda de Harrington y especialmente a Edda, la hija menor del muerto. Empezó una relación, bien vista por la madre y la hermana mayor. Un maquinista no era un mal partido. El muerto había dejado una casa bien arbolada y construida de chapas inglesas con pisos de largos tablones de pino bien estacionado. Tenía además, un sistema de agua que fluía por desnivel hacia la cocina dando la sensación de que la casa tenía agua corriente. El pequeño terreno de unas diez hectáreas de buena tierra: la casa con la ilusión del agua corriente, algunos frutales, las dos hijas, la mujer y la leyenda del suicidio de Moreira, que no había dejado nada, sólo el terror recubierto por la necia valentía de su segunda y definitiva muerte. Todo esto formaba parte del legado recibido por la viuda y sus hijas. La larga monotonía de los años de trabajo y la falta de cargas en el ferrocarril, hicieron que la llegada de Julián fuera un acontecimiento para la familia. Pasado un tiempo Julián ya no necesitó quedarse en la pieza de la estación y se instaló en la casa donde pasaba los fines de semana. Las leyendas comenzaron a superponerse; la primera ocultaba otras, como las capas de una cebolla: el maquinista ya no era el novio de Edda sino también el amante de Brenda y más tarde de su madre. Otras habladurías afirmaban que Julián Maldonado era un hijo que Ciriaco Moreira había abandonado y ahora volvía por lo que el muerto había dejado.
La gente podía comprender que se rompiera un compromiso y luego de un tiempo se estableciera otro, pero lo que encendía la imaginación de los vecinos era que el maquinista pudiera mantener relaciones con las tres mujeres. El compromiso era una promesa admitida por la madre y en este caso por la hermana mayor que eran las tutoras naturales, desde la muerte del padre, pero ¿quién admitiría el compromiso de la hija mayor? La madre no podía hacerlo, más cuando ella misma aparecía como la tercera mujer en el asunto. El romance no tenía ningún antecedente y seguramente tampoco lo tendría en una ciudad importante. Esto le daba al pueblo un aire cosmopolita que encantaba a algunos y horrorizaba a la mayoría. Pudiera ser también que Edda no supiera la verdad de los hechos entre las dos mujeres y su prometido. Pero todas eran conjeturas. El nacimiento de Elisa puso un breve paréntesis. El apellido de la niña fue Harrington. Elisa tuvo una madre, que a su vez tenía una madre a la que llamaba mamá o sea que Elisa llamó, como todas las mujeres de la casa, mamá a la viuda, que era en realidad, su abuela y ella amó al mismo hombre ausente que todas las mujeres de la casa. Un hombre que, en el mejor de los casos, había aparecido fugazmente por allí. Esa fue la única imagen masculina que la niña conocería en todo esos años. Las cosas se mantuvieron así, hasta que en 1978, el ferrocarril cerró el ramal. LA CARA DEL MUCHACHO HABRÍA ENVEJECIDO durante todos estos años pero eso nadie podía asegurarlo porque para el pueblo Julián Maldonado era un desconocido: un hombre que no tenía rostro ni nervios, ni sustancia, sólo un apellido: Maldonado, aquel que había recibido malos dones, era una imagen que una vez por semana recorría el camino hasta la casa, demasiado temprano, para que alguien se detuviera a observarlo, sosteniendo la valija de cartón y los clíper verdes cubriéndole los ojos. Y aquí comienza la última leyenda: el ferrocarril dejó de funcionar, el jefe de la estación y algunos peones se marcharon, otros se convirtieron en desocupados o peones de campo. Las mujeres, no demostraron ninguna alteración en sus costumbres. Elisa Harrington siguió concurriendo a la escuela y ellas continuaron trabajando la tierra. Haciendo almácigos y podando los frutales que, ese año, se cargaron como nunca. Durante el invierno la cocina volvió a llenarse de los olores de las frutas maceradas: dulces y jaleas; azúcar y ollas de cobre para cambiar por carne, sal, especias, harina y arroz. Telas y zapatos para Elisa. Todo lo que no produjera la casa vendría de afuera, como aquel hombre que había llegado a la casa hacía más de diez años y que no había permanecido allí, sino era para concebir a la niña, en alguna delgada noche de verano en la Patagonia. Una vez al año los frutales recién florecidos, sorprendían a los vecinos con todas sus ramas y sus hojas encajadas en los troncos añosos de las varas traídas por Harrington de El Bolsón unos años antes. Los árboles lo habían sobrevivido y sobrevivirían a su mujer, a sus hijas. Tal vez a la niña y quizá a sus hijos. Para algunos Julián decidió no volver a Comodoro esa semana y ya no lo hizo nunca. El lunes su renuncia llegó a la oficina por correo, pero el ferrocarril no la aceptó y lo despidió por haber abandonado un tren en medio de un recorrido. A partir de ese día, nadie volvió a verlo. Una de las leyendas contaba que las mujeres lo habían sometido de tal manera que el aceptaba sin poner reparos esa situación de esclavitud consentida. Si él mantenía relaciones con todas las mujeres de la casa es cosa que no podía saberse. Otra versión decía que durante el invierno, poco antes del nacimiento de Elisa, Julián Maldonado había muerto. La muerte se adjudicó a una neumonía o a la caída en una acequia. Alguno deslizó que lo habían matado las mujeres, esto tampoco se supo. Pero lo que no apareció nunca fue el cuerpo de Julián: ni vivo ni muerto. Sea cual fuere la causa de su desaparición las mujeres se encargaron de ocultarlo. Para otros el maquinista no había existido nunca. Sólo era parte de las habladurías del pueblo. Un novio de la pequeña Edda que había aparecido y de la misma forma se había esfumado, dejándole una niña que no había querido conocer. La realidad fue que el maquinista desapareció a los pocos meses de haber ingresado a la vida de las mujeres. La forma en que lo hizo quedó sellada en un pacto que las mujeres nunca rompieron y la niña siempre creyó que su padre había muerto, por una neumonía, el invierno antes de que ella naciera. Eso explicaba el apellido de Elisa. Nunca pudo ser reconocida pues su padre ni siquiera había llegado a verla. Sin embargo muchas personas dijeron haber visto al maquinista ir de la estación a la casa con su gorra, sus pantalones grises y su clíper tapándole la cara. Esto antes que el ferrocarril levantara el ramal; en 1978 apareció otra leyenda: cuando las mujeres se enteraron que Edda estaba embarazada supusieron que Julián se haría cargo del problema, es decir que se casaría con Edda. Podría quedarse en la casa y trabajar con ellas. No verían bien que se mudaran con Edda a Comodoro y Brenda y su madre quedaran solas. Otra posibilidad era que el siguiera trabajando en el ferrocarril y vivieran en la casa esta forma no cambiaría para nada la vida de todos. El fin de semana siguiente Julián llegó y encontró un ambiente festivo que lo sorprendió. Las mujeres habían cocinado como para una fiesta y abrieron una botella de vino que Harrington había guardado para alguna ocasión especial que no iba a contarlo entre los celebrantes. Cuando se sentó las mujeres le dijeron: ---estamos embarazadas--- y se entretuvieron detallando las alternativas, que habían imaginado, para la felicidad que les esperaba a todos. Julián permaneció en silencio, la conversación fue bajando en entusiasmo hasta convertirse en un susurro molesto. Esa noche Julián no pudo dormir y las mujeres permanecieron atrincheradas en la habitación de la madre, planeando un futuro inimaginable esa misma tarde. En la mañana todo estaba tranquilo, ya nadie habló, la madre se mostró comprensiva —Todo se solucionará y por el momento no es necesario seguir hablando del tema—dijo. Julián viajó esa madrugada y no volvió. Cuando lo hizo habían pasado dos meses y dijo a las mujeres que no volvería más Porque la empresa había decidido trasladarlo a otro destino y que el no haría nada por cambiar las cosas. Este era su último viaje. Esa noche durmió en la estación y en la madrugada del otro día, se fue en el mismo tren que había venido. LAS MUJERES SE SENTARON TODA ESA TARDE en la habitación que daba hacia el este. Del otro lado golpeaba el persistente viento que inclinaba los árboles y ponía taciturnos a los hombres alojados en el galpón contratados para remover la tierra y sembrar alfalfa, podar los árboles o recoger las primeras cerezas. Durante todo el día escribieron cartas. Pidieron entrevistas: con el gerente de personal del ferrocarril, con el Juez de Paz y con un abogado de Comodoro. El Juez de menores las recibió una tarde en la ciudad y ellas contaron su historia. Habían recibido a Julián en su casa como novio de Edda, que ahora estaba embarazada. Al poco tiempo mantuvo relaciones con su hija Brenda y hasta con ella misma. Eran felices las tres y ellas suponían que él también lo era. Todas sabían lo que sucedía pero no les importaba. Nunca compartieron la cama, pues ellas eran mujeres decentes. La hija era de Julián y que era como si todas fuesen la madre y no les importaba quién llevara el embarazo. Venían a poner todo esto en conocimiento del juez de menores pues Maldonado las había dejado desamparadas, a ellas y al hijo por nacer, venían reclamar que el volviera y se hiciera cargo de las tres, porque ellas eran las madres de su hijo; no les importaría si él quisiera quedarse con alguna de ellas. Todas estarían de acuerdo, pero debería volver a la casa. El juez las escuchó con sus ojos que parecían los de una persona que ha regresado recientemente de un viaje, dijo que hablaría con Edda, después lo haría con la madre y la hermana mayor. Edda sintió en las articulaciones un aleteo leve, como cuando se asomaba a un espacio vacío. El juez se entretuvo con unos papeles. Ella miró los lomos de los libros austeros, alineados como soldados, en los estantes y pensó que allí estaba encerrada toda la justicia de los hombres sería muy bueno que la injusticia también tuviera sus libros, aunque tal vez, fueran los mismos. El hombre la miró y ella dijo: —No es verdad. —y se quedó callada. —Todo lo que usted diga aquí es reservado, nadie se enterará nunca de lo que me diga. Será un compromiso entre usted y yo —la voz del juez la tranquilizó. —No es verdad. Julián no se acostaba con ellas. —y volvió a callar. El juez le dijo: —continúe por favor —y ella contestó: —no tengo más nada que contar. Tiempo después nació Elisa y ellas iniciaron un juicio por filiación: hubo audiencias y citaciones, pero allí quedó todo. Las mujeres continuaron con sus cartas y sus entrevistas, a espaldas de la niña que crecía. Pasaron más de diez años. Una tarde recibieron una notificación del juzgado: el juez había desechado definitivamente la pretensión de que Julián volviera con ellas, pero lo condenaba a hacerse cargo de los alimentos de la menor. Los que debería hacerse efectivo cuando, Julián Maldonado, pudiera ser hallado para poder hacer efectiva la condena. Nunca pudieron encontrarlo: despedido del ferrocarril había dejado la zona. PASARON OTROS DIEZ AÑOS. Ese verano los frutales estuvieron recargados y cuando se preparaban las ollas de cobre y el azúcar se doraba en el fondo de los recipientes. Una mujer bajó del ómnibus que se detenía tres veces por semana en el hotel donde los trabajadores y los desocupados perdían el tiempo sentados alrededor de las mesas de material plástico. La mujer se instaló en el hotel y preguntó por la chacra de Harrington. Esa misma tarde tomó el único taxi del pueblo y recorrió el camino que alguna vez hiciera Julián Maldonado. Pidió hablar con Elisa, mientras el taxi esperaba, ambas tomaron por un camino de tierra, que bordeaba la casa por el oeste, debajo de una sólida hilera de álamos levemente inclinados. Era una mujer joven, que seguramente no conocería nada sobre el trabajo de la tierra, ni de frutas, ni de los inviernos, ni tendría los recuerdos de los días iguales puestos prolijamente uno tras otro como la hilera de árboles debajo de los cuales caminaban. Aunque vestía con sencillez sus zapatos y sus ropas se encendían contra los árboles, increíblemente verdes en esa época del año. Permaneció en silencio, como si no encontrara las palabras adecuadas; pensaba que había hecho más de cuatrocientos kilómetros en ómnibus y que allí se respiraba un aire increíblemente limpio. —Pero no es eso de lo que vine a hablar —dijo abruptamente —Yo vine para decirle que soy la hija de Julián Maldonado. Elisa no comprendió. La imagen de Julián Maldonado no tenía para ella una correspondencia física concreta ¿Quién era en realidad Julián Maldonado? ¿Cuál era la forma que adquiría el nombre en su mente? —No sé quién es ese hombre —dijo— y permaneció en silencio: la mujer le contó entonces que su padre, Julián Maldonado, había fallecido unos meses atrás. Entre sus papeles aparecieron unas viejas citaciones judiciales. Así se había enterado de que tenía una hermana. Su padre mantuvo la situación en secreto. Ella tenía otra familia. Quería saber lo que había pasado. Por eso estaba allí. Su madre había muerto cuando ellas eran muy pequeñas y tampoco sabían mucho de su padre, pues las había abandonado mucho antes de morir su madre. ¿Un padre? la vida para Elisa carecía de hombres. Los hombres sólo eran peones o comerciantes ajenos a su vida. Seres, en todo caso, que perdían su tiempo en el bar donde arribaban los colectivos. Nunca había tenido un padre, ni siquiera tenía el recuerdo de un padre hasta la aparición, de esta mujer, que venía a entregarle el recuerdo de un padre. No un padre concreto, simplemente imágenes que no eran propias y que venían a introducirse en su vida después de haber permanecido en lugares desconocidos. Pero en realidad ¿qué era ella? Una persona que deliberadamente desechaba la idea de conocer algo sobre el que la había engendrado. Acaso estaba destinada a no amar ni siquiera un tenue recuerdo de aquel que había caminado ese mismo lugar, respirando ese mismo aire limpio que ahora hinchaba los pulmones de esta, que decía ser su hermana y que había andado más de cuatrocientos kilómetros para compartir con ella una noticia que causaría pesadumbre en el alma de cualquiera, menos en la suya. —Mi padre murió hace muchos años, en este mismo lugar—dijo para aventar los pensamientos que la acercaban a la forastera que decía ser su hermana. La mujer permaneció en silencio mientras volvían hacia la entrada donde esperaba el coche. Unos metros antes de llegar Elisa dijo: —Si usted tuviera razón ¿De que me serviría saberlo? ¿Qué agregaría a mi vida, por qué tendría yo que saber algo que la gente que amo ha intentado ocultarme durante toda mi vida? ¿No les causaría un dolor irreparable poniendo en la vida actual algo que ellas decidieron enterrar hace más de veinte años? —Pero ¿Y usted? —dijo la mujer. —He pasado la vida fingiendo que no comprendía. Ellas: mi abuela, mi tía y Edda han pasado sus vidas siendo mi madre. Un juego perverso si usted quiere. Pero ese hombre las condenó a ustedes a vivir solas, sin siquiera una madre. A mí, en cambio, me dejó tres madres, yo no fui la hija de Edda Harrington. He sido la hija de las tres mujeres que me han dado todo lo que podían darme. Ellas han armado una historia haciéndome ver que no tenían ninguna intención de hacerlo. Cuando yo era niña me preguntaba ¿Y si les digo que yo se que sólo Edda es mi madre? ¿Y si supieran que he leído esos papeles que esconden y dicen que tengo un padre en alguna parte? Pero no lo hice, ni antes ni ahora. Este juego tiene reglas que todas cumplimos, incluso ese hombre que usted dice que fue mi padre. Si yo las hubiera quebrado siendo una niña, hubiera provocado otra historia. No sé si mejor o peor, pero distinta, para nosotras y para ustedes. A mi me resultaba divertido pensar que ellas también disfrutaban del juego y esto hace que hoy me sienta bien. Es una forma adulta de agradecimiento. Adulta y algo malévola. Pero es lo único que tengo para ofrecer. Su padre, o el mío, me destinó a ser una sencilla campesina y es lo que soy y no quiero ser otra cosa. Soy una mujer criada en un pequeño pueblo. No importa cuanto de progreso pueda usted ver en nuestras calles. Ni la escuela secundaria, ni la ruta asfaltada cambian nada. Todavía crecemos hacia adentro, somos una comunidad cerrada. Somos elementales: ¿Cómo es tu casa? Dímelo y me dirás cuanto has trabajado. Las avutardas pasan y nos dicen, todavía, de la primavera y el otoño. Para los vecinos, cualquiera que esté fuera de la zona es un extraño. ¿Sabía que hasta no hace mucho tiempo en el hotel no le daban alojamiento a ningún desconocido que llegara después de las diez de la noche? Mi familia son mis madres, o mejor dicho mi madre son ellas. Me criaron y debo ser leal. Alguna vez decidieron guardar un secreto y no seré yo quien rompa las normas. La gente como nosotros odia los cambios porque tenemos la certeza que nos dañarán. Los cambios siempre vienen de afuera y producen dolor; yo puedo afirmar que es así. No se cómo seguirá la historia a partir de hoy. Alguien vino un día y cambió las reglas del juego que mi familia había jugado toda la vida. Pero veinte años después reaparece esa misma persona o su reencarnación y dice que viene a devolverme un padre que quebrantó las reglas, pero fue lo suficientemente cobarde como para morirse primero. Es decir, al morir volvió a huir por segunda vez. O sea, usted me ofrece, no un padre sino el recuerdo de un padre y no me interesan: ni el recuerdo de un padre cobarde, ni la realidad concreta de unas hermanas que no conozco. Perdóneme que no le agradezca. Pero mi madre estará inquieta, ellas se ponen nerviosas ante todo lo nuevo. En lo que a mí respecta: mi padre falleció, en este lugar de una neumonía, antes de que yo naciera. La mujer no dijo nada, abrió la puerta del taxi; miró como si buscara a alguien y se metió en el aire detenido de la tarde.