Chiquén Vargas era paisaje: silbo de calandria tempranera, saco de cuero tajeado de inviernos, un pañuelo rojo al cuello que le pintaba por el frente como el pecho colorado; pelo gris pajizo, como los coirones cuando los mata la seca. Ese era Chiquén.
Recuerdo la primera vez que lo vi. Los perros “toreaban” de especial manera que indica la llegada de un extraño. Por el guardaganado del campo del vasco, apareció: remolino de cascos, polvo y crines largas y su pañuelo rojo hiriéndole el pecho.
-¡Otro paisano con tropilla! -dijo mi padre- Estos “tumberos” me van a limpiar el potrero de “verdín”
Tropilla de siete caballos de igual pelo: zainos y crinudos, y como un incomprensible error, un potrillo tobiano de pocos días, zainos igual que la madre y con manchas blancas, como si la última nevada se hubiera detenido en su piel palpitante de vida.
Cuando tomé confianza con Chiquén, mi curiosidad de niña no pudo dejar de preguntar lo sorpresivo:
-Chiquén… ¿Por qué salió tobiano su potrillo? ¡Son todos tan zainos en la tropilla!
Con la altanería del paisano solo, que conoce a la hembra solamente para un rato de placer comprado cuando baja al pueblo, contestó socarrón:
-¡Vaya a saber, piba! Esa yegua es hembra y… ¡Quién sabe dónde anduvo…!
Lo esperamos en la tranquera de la quinta. Encerró sus caballos en el corral redondo, desmontó y se acercó sacándose el sombrero blanco de polvo como su pelo.
-Buenas, patrón -Y extendió una mano áspera y oscura, como la piel de los pedreros.
-Buenas, buenas -respondió mi padre.
Chiquén me dirigió una mirada, velada de vientos, y una sonrisa tímida, sin saludarme, muy común en el hombre de campo que, olvidado de su propia infancia, no sabe qué decir a los niños.
-¡Hola! -dije-
-Me llamo Chiquén Vargas, patrón, vengo de la zona de Albornoz y ando buscando conchabo… Me han dicho que usté andaba necesitando alguien para hacer chacra, sembrar papas, levantar cerco e´mata negra, usté sabe… ¿no? ¡Soy bueno pa´eso, patrón!
Mi padre justamente necesitaba ese tipo de peón, poco fácil de conseguir entre los paisanos. Y así se quedó Chiquén… Y así me hice su “sombra”… ¡Me gustaba su silbar, su silencio y su reírse de mis preguntas!
Trataba la tierra con un respeto casi religioso, le hundía sus manos con el mismo amor con que sujetaba las crines libres de sus caballos… ¡Como si metiera en ella su “semilla” de hombre, esa que jamás prendería en mujer y nacería en hijo! Sí, amaba la tierra…
Me contó que su madre era india, tehuelche de la zona del Lago Argentino. Allí lo parió un día como pare los témpanos el glaciar, con fragor y luego los deja solos, hasta ir gastando la vida en el lago… Soledad y viento… agua perdida en la sed de otras aguas.
¿Su padre? Un puestero chileno, el “Jetón” Vargas, amigo de la ginebra y enemigo de atarse a mujer. En cuanto se vio con hijo… cruzó la cordillera.
Y así se hizo Chiquén, sólo.
De pocas palabras mi padre y de pocas palabras él, se entendían maravillosamente, como se entendían aquellos que aman iguales cosas: el sol, el viento y la tierra, y ese darse cada día en ella.
-Le salió “gaucha” la hija, patrón… No es de esas pueblerinas que lo miran a uno como de lástima… que no le saben hablar, che.
¡Sí, “gaucha” la piba! -Y sonreía con la secreta sonrisa del pobre… como gritando el derecho de hacerlo.
Los días transcurrieron tranquilos esa primavera, entre surcos y la vida brotando en ellos… Y el orgullo de Chiquén por esa vida, un poco suya.
Pero un amanecer Chiquén no se levantó… Un viento extraño sopló aquella noche, viento agorero, viento de gualicho y muerte. Viento inesperado como la llegada de Chiquén Vargas: remolino de polvo, cascos y crines. Melena entregada de coirón.
Chiquén Vargas no despertó…
Cuando calmó, el aullido de “Flecha”, su perro, me sobresaltó. Grito largo, impotente y desgarrado de bicho que pierde al amo.
Chiquén Vargas no despertó…
Mi padre, sorprendido del silencio, fue hasta la casa de los peones a eso de las seis, hora en que iban a la chacrita.
En la puerta lo recició “Flecha”, erizado, gruñendo, impedía la entrada… Después de varios intentos de calmarlo y entrar, más alarmado gritó desde afuera:
-¡Vargas, hombre, Vargas…! ¿Qué le pasa?
Sólo respondió el ladrido más feroz del perro.
Mi padre tomó un palo de leña:
-¡Fuera, Flecha, carajo! -y le asestó un golpe que dio por tierra con el animal.
¡Y entró corriendo a la casa!
Chiquén Vargas no despertó… Estaba sentado en el banco largo, la cabeza sobre la mesa… Y una mancha más roja que su pañuelo le danzaba en la frente y dibujaba en la madera flores de color morado seco…
Un revolver estaba a pocos centímetros de sus dedos, esos que acariciaban la tierra, esos que se enredaban en las crines.
La incredulidad de mi padre era tremenda.
-¡Por qué? ¿Por qué…? -grité.
Chiquén Vargas no quiso despertar.
Escapé hacia fuera y corrí y corrí vega adelante.
El sol lloraba lágrimas de luz sobre el potrero, y junto a la tranquera, la tropilla zaina de Chiquén estaba inmóvil, solo giraba suavemente como flor de nieve y pedrero, el potrillo tobiano, y la yegua madrina agitaba su cabeza tocando a duelo su cencerro.
Por primera vez mi vida niña sintió el dolor de la muerte y me quedé de pronto sin asombros… Tal vez algún día los recuperaría.
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