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Selva Judith Forstmann

Arte Rupestre – Selva Judith Forstmann

Enoch, Matl y su hija Chalía estaban haciendo una travesía en pos del Chaltén.

Todo el grupo se había opuesto a la idea. No era costumbre que un trío se separara del clan y marchara solo; pero Enoch, hijo del cacique, hizo valer esta condición para ser escuchado y sus claras palabras y su decisión le valieron la anuencia del grupo. Era un ansia que acompañaba a Enoch desde la primera vez que escuchara la historia de Elal descendiendo del cerro en las alas del cisne. Largas jornadas habían pasado desde el comienzo de esta aventura. Los lazos entre la pareja y su hija eran cada vez más firmes y estrechos. Esto ayudaba a que gozaran cada valle, cada río, cada meseta, cada amanecer, como primeros y únicos en la creación. También que la inclemencia del clima y las carencias propias de viajar solos fueran más soportables.

Ese día, de la época del nacimiento de brotes y crías, llegaron bajo un sol cálido al más bello cañadón que hubieran conocido. Los paredones de piedra se abrían dando paso a un tumultuoso río en el que se veía saltar, a esa hora del atardecer, a brillantes e irisados peces.

Enoch, mientras su mujer y su hija recolectaban frutos y raices comestibles, se deleitó con la policromía de las paredes, donde los colores jugaban y danzaban con los rayos del sol.

Súbitamente, la placidez absoluta de la tarde se vio ensombrecida por oscuros nubarrones traídos por el viento, viento helado que invadió el cañadón rugiendo como un animal en ataque, seguramente para recordarles que el lugar adonde ellos se dirigían y de donde él venía, no los esperaba con un clima tan benigno.

Era necesario buscar cobijo y Enoch detectó rápidamente que, a continuación del alero bajo el cual se habían detenido primero, había una cueva profunda y con gran boca de entrada.

Allí se reunieron los tres e hicieron un fuego para contrarrestar el frío inesperado.

Matl puso a cocer unas raíces para acompañar la carne seca en lo que sería su frugal última comida del día.

Era hermoso, pensaba Chalía, estar allí los tres, mirando a través de la entrada de su morada transitoria, como los últimos rayos del sol que lograban filtrarse a través de las nubes hacían brillar matas y coirones en la ladera del otro lado del río.

De pronto y sin explicación racional alguna, una guanaca preñada, haciendo caso omiso de su presencia y del crepitante fuego, entró con paso desmayado recortándose su imagen de dolor y abandono contra el paisaje enmarcado en la cueva.

Enoch preparó sigilosamente su arco y sus flechas y estuvo a punto de disparar, pero el blanco, tan cercano, tan indefenso y tan solitario lo hizo trazar una analogía con su propio presente.

Quién sabe por qué estaba lejos de su manada. Quién sabe si no era una enviada de Elal para probar los sentimientos de Enoch. Quién sabe si no era un destino común.

El trio la dejó hacer. El animal, agobiado por su tibia carga, ya a término, se afirmó fuertemente sobre sus patas traseras y comenzó a parir. Poco a poco, los ojos asombrados de Chalía, vieron salir un bulto húmedo y vibrante que comenzó a estirarse permitiendo diferenciar sus bellas patas, su largo cuello y unos ojos con más expresión de asombro que los propios.

Enoch y Matl se contagiaron de las sensaciones de su pequeña hija y toda la situación reafirmó el sentido de la vida.

La reciente madre comenzó a mordisquear la placenta y luego, con una larga mirada a los seres que habían compartido el milagro de un nuevo nacimiento, la empujó suavemente en su dirección con el hocico. Sin dilaciones se alejó dignamente, seguida de su chulengo.

Pasado el momento de comunión, Matl, con la practicidad que la caracterizaba, lavó la nutriente bolsa dadora de vida y la agregó a la cocción de las raíces. Sin duda se transformaría en un espeso, grasoso y sustancioso cocido.

Después de haber charlado excitados sobre lo pasado y haber gozado de la comida, ya cuando las dos mujeres se habían dormido arrebujadas con sus pieles, Enoch seguía pensando en la experiencia y buscando las explicaciones más profundas y menos aparentes.

La tormenta había pasado y las estrellas y luna daban vida y luz a la noche, pero a pesar de eso no se resignaba a a apagar el fuego.

No podía dormirse, pensaba que, si lo hacía, quizás al despertar la anécdota hubiera perdido su magia, o peor aún, se perdería en los recovecos de la mente para ser olvidada.

Recordó los colores que lo rodeaban en la soleada tarde y, quizás por inspiración de Elal, quizás por historias escuchadas a los mayores, mezcló los restos del potaje con tierra roja del costado de la cueva y con la combinación trazó sobre la pared la figura de la guanaca preñada.

Terminó su obra estampando su mano, sucia con la pasta, aun costado de la otra imagen.

Tranquilo, sabiendo que esas imágenes sumadas a la narración que haría al reunirse con el grupo , rescatarían para otros las sensaciones vividas, apagó con esmero el fuego y pudo acostarse a soñar su sueño favorito: su próxima llegada al cerro ancestral.


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