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María Elena Biccio

Aberración invernal ( El tiempo en un bolso)

Se despertó. Un insólito temporal se había desatado en la oscura madrugada invernal. Las maderas crujían y las chapas tintineaban al impulso de las ráfagas. El tiraje del calefactor tañía al son del viento aullante en los árboles; toda la casa era arrullada por el huracán.

Abandonó la cama y caminó a oscuras por la inmensa casa desierta hasta la ventana del frente.

La luna se arropaba en las nubes borrascosas ocultando su luz. Un manto de estrellas amarillas se había caído y diseminado en la ciudad iluminada. Las farolas se extendían alrededor de la Bahía Redonda, se internaban en el lago por la Punta Soberana y trepaban la ladera hacia el Cordón de las Estancias. Un enloquecido estudio para cuerdas era instrumentado en los cables.

-¡Qué extraño!... -pensó. -En vez de nevar, viento… en pleno invierno…

Tantos años en la zona le habían dado la experiencia de asociar las estaciones con el correspondiente meteoro: viento en verano, nieve en invierno, brisa en otoño y quién sabe qué en primavera. “La primavera, como buena mujer, es variable” repetía el saber popular.

Cerró los ojos y todo cambió: silencio. Apenas un “prick, prick” golpeando en el cristal. Abrió los ojos. Grandes copos descendían suavemente, depositando más de diez centímetros sobre los techos, los cercos y los montones de leña de las casas vecinas. La nieve reflejaba las pocas bombillas incandescentes del alumbrado público emblanqueciendo todo. La costa del lago se adivinaba a lo lejos como una mancha oscura.

Unas risas y gritos desviaron su mirada. En la ladera junto a la casa, un grupo de jóvenes se deslizaban utilizando una cámara de goma. Llegaban hasta la Avenida del Libertador y volvían a subir empujando el improvisado trineo.

-Vieja, los chicos podrán hacer un muñeco de nieve mañana -dijo entrecerrando los ojos.

El pitido intermitente de una alarma comercial despertada por el temporal desplazó la evocación. Las alumbradas edificaciones de varios pisos irrumpieron en su campo visual al moverse las ramas de los enormes pinos. Por la calle asfaltada, pasaron raudamente varios vehículos. El ladrido de un perro se sumó al concierto del viento.

Nuevamente la nieve invadió su visión. Una capa blanca acumulaba más de medio metro junto a las ventanas de las dos habitaciones y ocultaba los límites de la casa. Los pinos recientemente plantados eran fantasmagóricas figuras, debajo de las cuales el perro había cavado un túnel.

-Voy a poner las cadenas a la chata mientras calienta el motor -dijo a la joven parturienta.

Una ráfaga cruzada azotó las ramas de los álamos desnudos contra el techo, arrancando crujidos en otro rincón de la casona. El recuerdo se hizo añicos mientras caminaba hacia la cocina.

Pequeños copos de nieve golpeaban el vidrio de esa puerta con fuerza. El voladero envolvía la pequeña casa en la ladera. Su mirada recorrió la cocina: tenía harina, grasa y algunas latas.

-Tendré que palear para buscar unos tacos para la estufa cuando amaine -se dijo en voz alta el muchacho.

El sonido de las primeras gotas de una lluvia enfurecida acalló la alarma y diluyó la nostalgia en la cocina. A través de la ventana volvió a observar la Avenida del Libertador bajo el vendaval. Lentamente desanduvo el recorrido por la casa deshabitada hasta el dormitorio.

-Aun falta para que amanezca -pensó mientras se acostaba nuevamente.

Un golpecito en los hombros lo despertó y un olor a pan recién horneado se ganó bajo las frazadas.

-Vamos, levántate, Juan. Anoche nevó y vas a llegar tarde a la escuela. -La voz de la madre lo instaba desde la cocina. -Dale que son los últimos días de clase y hoy es el Acto del Veinticinco de Mayo.

Se arrebujó bajo las mantas mientras el temporal desplegaba sus acordes finales en percusión y cuerdas, empapando al Calafate Invernal. Esta vez solo habría nieve en las sienes de Juan.

La escarcha congeló las superficies mojadas que recibieron con brillo vidrioso a la aurora. El cielo no tomó los habituales rojos y púrpuras del invierno patagónico. La villa turística emprendía su actividad diaria con el gas que producía la energía necesaria para el calor y la luz. Las fuerzas naturales habían sido vencidas por el progreso y acorraladas en el Parque Nacional, donde el glaciar era ofrecido a los turistas en un vaso de whisky.

A las diez, los primeros rayos de sol apenas doraron el horizonte montañoso junto al lago y la escarcha se transformó en una nube algodonosa que ocultó los edificios; escamoteó los pinos, los álamos y las calles pavimentadas para llegar finalmente a las ventanas de la casona. La niebla conquistó todo.

Lentamente las habitaciones desaparecieron y la bruma envolvió a Juan. Su llegada desvaneció su tristeza por los hijos ausentes y la muerte de la compañera amada, esfumó la nostalgia por los antiguos inviernos patinando en la bahía congelada y la angustia de la vida cotidiana en soledad. Una cálida y húmeda sensación de abrigo lo invadió suavemente acompañada por la canción apagada de una voz maternal.

Entonces, la mujer atizó el fuego en la estufa antes de colocar el pan en el horno mientras tarareaba una copla. Su vientre abultado le dificultaba el trajinar en la cocina del prolijo rancho de madera y chapa. Afuera, el cielo gris “panza de burra embarazada” anunciaba la nevada.


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