Cuando le propuse ir al velatorio de Luis -¡querido y recordado Luis!- mi amigo me miró con ojos inexpresivos, tomó otro trago de whisky, encendió un cigarrillo y continuó su relato, parcializado pero coherente, sobre unas diferencias que tuvo con sus compañeros de trabajo.
-Es que no puedes confiar en las mujeres, se odian pero si se trata de enfrentar al hombre, priva en ellas el espíritu de cuerpo, se unen, tengan o no razón, para ganarle al macho. Te hablo así porque lo experimento a diario. Todo pasa por una cuestión de sexo –me dijo.
Como se advierte, ignoró mi propuesta. Él estaba por encima de la sensiblería, como gustaba decir.
Confieso que su cultura me complacía. A lo largo de mi camino en la vida, muchos años atrás –más de tres décadas- había encontrado la persona ideal para la conversación “en profundidad”, como solía señalarla cuando alguno preguntaba extrañado, por qué agotábamos las horas en temas intrascendentes.
Recuerdo que nos seducía explayarnos, en demostración ostentosa de nuestros conocimientos, sobre poetas como Horacio, Virgilio, Jenofonte, Píndaro o traíamos, para perplejidad de algún “colado”, sentado a la mesa del bar, a Sócrates, Platón, Aristóteles; pero consecuentes con nuestras inclinaciones hedonísticas, recalábamos en Epicuro de Samos. Luego, en tiempos más cercanos, él derivaba la conversación hacia El Quijote, giro en el singular duelo de eruditos que yo trataba de evitar, pues reconocía, para mi coleto, su versación, superior a la mía, en tal obra, pero me desquitaba en ese cotidiano enfrentamiento intelectual, desviando la charla hacia la poesía. Me acompañaba, en esas excursiones, Pablo Neruda, Alfonsina Storni, Nicolás Guillén: (“la mano que no se afloja –china, negra, blanca o roja- hay que estrecharla enseguida”) ¡mí preferido poeta cubano!, a quien conocí personalmente, junto a Dn. Pablo Neruda, en el sótano-taller-teatro, de Leónidas Barletta, allá por los años cuarenta y siete o cuarenta y ocho, también y, confieso, para anonadarlo, le hablaba de poetas chilenos, como Torres Ríoseco o Pablo de Rokha, a quienes leía en una recopilación realizada por Dn. Armando Donoso y que, a pesar de no querer demostrarlo, asombraban a mi interlocutor amigo. En esa estrategia, llegaba a defender al mismísimo Alberto Girri, a quien yo no valoraba, por su oscurantismo disfrazado de modernidad poética; para mi deleite –acepto el disenso-, quiero el verso cadencioso y sentido, pero de todos modos utilizaba a Girri porque me servía en estos lances que alimentaba nuestros egos.
Ahora, en la tarea de hacer la vivisección de mi amigo, rememoro pasajes de una conducta que cobran, recién hoy, caracteres de indicios. En su momento los recogí como se toman los frutos de un árbol, sin la minuciosa selección que después se realiza al ofertarlos para su degustación. No recuerdo haber visto su rostro emocionado ni conmovido por circunstancia alguna. Sea cual fuere el motivo, guerras, epidemias, violencia y destrucción; muerte, dolor y llanto, a él, a mi amigo, le llegaban como naturales contingencias de la vida. Su cara inexpresiva y el monocorde tarareo de alguna melodía, parecían al comentario, desubicado – extraído de su asepsia quizá- de un fallo judicial, porque debo reconocerlo, La Justicia (aunque no fuere justa) si estaba ceñida a la ley vigente, lo excitaba a punto tal de eyacular el dura lex sed lex, en el momento más inoportuno. ¡pobre Cervantes, su ídolo, que privilegiaba la misericordia como el mayor de los dones dados por Dios!
Viene a mi memoria una ocasión, valedera para el propósito de estas recordaciones.
Ocurrió durante la guerra de las Malvinas. La “Task Force” inglesa, había hundido el buque de la Armada Argentina, General Belgrano. Estábamos, junto a otros habituales concurrentes a la pizzería del Tano, escuchando las noticias del enfrentamiento, cuando informan la pérdida del navío y la inmolación de nuestros muchachos, en ese ataque injustificado, con lamentables consecuencias. Mi amigo levantó su mirada hacia mí y dijo: “era de esperar… ¡que se jodan!.
Recuerdo haber interpretado un cambio de opinión, una modificación en su pensamiento, por lo que le contesté: -¡Cómo, acaso no brindaste e invitaste a cantar el himno, acá, en este mismo boliche de Atilio, cuando cañoneamos al Invisible?
“Sí, respondió, pero eso ya pasó, es historia, ahora que se las aguanten los milicos infradotados que nos gobiernan. Es el fin de ellos… y me alegro”.
“no lo dudo, contesté, es el fin, pero quisiera recordarte aquello que escribió Bocaccio en el Decamerón: Umana cosa é aver compasiones degli afflitti. –Reconozco que en mi infatuada respuesta, había mucha bronca. Considero que quien mejor entendió fue Atilio. Como buen Tano, con los ojos llenos de lágrimas se retiró de la mesa.
Las pizzas se enfriaron.
Salimos. Un perro hambriento, con su mirada suplicaba un bocado.
Mi amigo expresó: “No te preocupes, yo lo alimento…” Llevó su mano al bolsillo superior izquierdo de su saco, extrajo un trozo de su moral y se la arrojó al perro, que la tragó con avidez.
Allí quedó muerto el pobre perro hambriento que comió un poco de la moral de mi amigo.
Autor: Héctor José Fadul