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Alberto Chaile

Alma


Martin mira por la ventana de su casa, ubicada en las alturas del pueblo, desde donde puede ver con claridad el lago y las montañas. Le gusta quedarse por horas en ese lugar, en esa actitud contemplativa. -Martin, ya está tu desayuno, dice su madre desde la cocina. Si bien el aroma a mate cocido y a pan tostado lo invitan por si solos a desayunar y casi nunca hace falta llamarlo, hoy no ha sido así. -Martin, se te va a enfriar el mate cocido, insiste su madre ya sentada en la única mesa que poseen. -Voy a encender el televisor, -piensa ella. Era ésta, una de las maneras que había encontrado de llenar ese vacío que reinaba en la casa. Alguna vez pensó que, a lo que nunca se iba a acostumbrar de Martin, era a ese silencio que él le imponía a su existencia. Por lo demás, era un excelente chico -¡Joven, señora, su hijo es ya un joven!, le había dicho la maestra en la escuela de oficios a la que concurría. Pero ella lo seguía viendo como un chico. Martin sigue parado frente a la ventana. Ella se impacienta, no le gusta gritarle o retarlo, no es bueno empezar el día así. -Qué te está pasando hijo mío, -piensa. Sé que te gusta mirar el lago desde la ventana, pero nunca –en todo este tiempo- has dejado de venir a la mesa, a desayunar conmigo. Se levanta, camina hacia él, -la casa es pequeña, pero confortable- lo abraza cariñosamente y se queda, ella también, mirando el lago. -¿Por qué no hay témpanos en el lago, mamá? Cuántos días habían pasado, no recordaba. Ya había dejado de prestarle atención, pero hacía bastante que él no le decía una palabra. Claro que, cuando lo hacía, siempre la tomaba por sorpresa. Pero la mayor parte del tiempo se quedaba en silencio como si no estuviera frente a ella. Ocasionalmente podía decir algo inesperado, que la emocionaba, pero que también la golpeaba. Que la ponía crudamente frente a la realidad y la hacía repensar todo lo vivido: la dura existencia junto a su hijo, el mantenerse firme y afrontar el día a día con entereza, levantarse, desayunar, llevarlo a la escuela, para luego ir a su trabajo. Siempre sonriente y amable, como si ese vivir así, no le pesara. Catorce años así. -Ya van a llegar los témpanos, hijo. Ahora, vamos a la mesa que se te enfría el mate cocido. Unta un par de tostadas con dulce de leche y se las acerca. Es lo que más le gusta de este momento. Disfruta mucho el ver como las devora. -Tenemos que ir al lago mamá, dice él y ella termina de desacomodarse. Sabe que en la escuela suele hacerlo. Que hay días en los que –cuando nadie lo espera- empieza a hablar, hace preguntas y puede pasarse toda la hora conversando de los temas más inusitados. Lo sabe porque, cuando ella lo pasa a buscar a la tarde, la maestra se adelanta eufórica a contarle: que Martin estuvo genial, que trabajó mucho y bien en clase, que está muy interesado en saber que les pasó a los dinosaurios o quiere saber si es cierto que los hombres van a poder vivir en la luna. Y sabe también que eso pasa. Que al otro día la maestra ya no se adelantará. Se quedará a un costado, mientras arrean la bandera, abrazando los libros sobre dinosaurios o viajes a la luna que -entusiasmada por el interés de Martín- se había puesto a estudiar. Libros que ahora debe guardar, porque el entusiasmo de Martín ya no está, se ha evaporado. Pero el deseo de escucharlo es más fuerte. Y es ese deseo el que alimenta irracionalmente su ilusión de que no pare de hablar. Que deje escuchar el registro de su voz, que a veces ella teme olvidar por lo prolongado de sus silencios. -Si hijo, el sábado a la mañana, nos levantamos temprano, preparo el termo, las tostadas y nos vamos a desayunar a la costa del lago. -No mamá, el sábado va a ser tarde, dice él, con una seguridad que a ella lo vuelve a sorprender. -¿Tarde para qué, hijo?, pregunta, con naturalidad, como si el conversar fuera un hecho cotidiano para los dos. -Para los témpanos, mamá. -¿Qué pasa con los témpanos, Martín? -Los témpanos van a pasar mañana, mamá. -¿Qué témpanos, Martín? -Mi témpano, mamá. Por el lago viene viajando un tempano para mí. -¿De dónde sacaste eso, hijo?, pregunta, y ahí nomás se da cuenta de que ha cometido un error. Que la respuesta puede resultar tan incompresible, como puede resultar incompresible lo que acaba de preguntar. -¡Me lo dijo “él”, mamá, me lo dijo “él”! Y todo queda en silencio. Ya le había pasado otras veces. Todos sus esfuerzos por darle un orden a su vida, para establecer una rutina, para alejarse de ese temor a la locura que la rondaba, de esforzarse por asumir que su realidad no era, de alguna manera, muy distinta a la de muchas mujeres que habían decidido vivir solas: consagrar su días a la crianza de su hijo y hacerlo, no desde el lugar del sufrimiento, sino con la frente alta, con orgullo. Se sentía digna así. Era esa la actitud que más alimentaba y la que más energía le aportaba para mantener el rumbo. Pero una vez más Martín traía a la mesa la figura de “él”. Ese “él” que asomaba en el horizonte de su existencia como un fantasma. Ese él, que ella no se animaba a desenmascarar, porque -a pesar de todo lo que se había estabilizado emocionalmente- la sola mención de Martín, la ponía nuevamente al borde del naufragio. La bronca, la culpa, el resentimiento, el dolor, el miedo a no saber cómo explicar lo que le había pasado, todo aparecía de golpe, como una tormenta que azotaba su realidad sin clemencia. -¿Qué te dijo, “él”?, pregunta, como si fuera ésta una charla más, pero sabiendo que no es así. Nunca se había animado a preguntarle a Martin por “él”, a indagarlo sobre a quién se refería cuando mencionaba la palabra “él”. Tal vez por miedo a hacerle daño a ese niño, que a toda la vulnerabilidad propia de su temprana edad, le sumaba las otras dificultades que la vida le había impuesto. -Me dijo que mañana va a llegar a la costa del lago un tempano para mí, responde Martín. Ella lo mira contemplativa. -Debo pensar bien en lo que digo, -se dice a sí misma,- no puedo equivocarme en este momento. Levanta la vista buscando los ojos de Martín pero no los encuentra. El niño, que desayuna con ella todas las mañanas, ya no está ahí. -No me puede estar pasando esto, no puedo estar tan confundida, -piensa, casi al borde del llanto. Su cabeza le está jugando una mala pasada. De golpe, como cuando rebobinas una película, todo vuelve para atrás. Sentado frente a ella, está “él”. Ella agacha la mirada. Frota sus manos apretadas entre sus piernas, respira bien profundo y no logra desanudar lo que tiene en el estómago -¿Un tempano para vos hijo?, pregunta con la cabeza baja. -Sí, mamá, un témpano en el que viene viajando un regalo para mí. -¿Un regalo, hijo?, pregunta temerosa, tratando de dibujar una sonrisa en su rostro. -Sí, mamá. Él me dijo que mañana espere al primer témpano que llegue a la costa del lago, que ahí viene para mí parte de mi alma. Ella deja caer una lágrima. Se refriega el rostro con las manos como para asegurarse de que está despierta. Que no está sumergida en una de sus tantas pesadillas que suelen atormentarla. No sabe qué hacer. A diferencia de otras veces, intuye en ese decir de Martín, algo pensado, que nada tiene que ver con esas frases que ocasionalmente repite y que ha escuchado por ahí, en la escuela o de algún vecino. -Me dijo que vaya a buscarla. Que debo amarrar ese tempano, arrastrarlo hasta la costa y esperar a que el calor lo vaya derritiendo. Y que cuando ello suceda, esa parte de mi alma, que hoy no está conmigo, quedará libre y vendrá hacia mí. -Tengo que llevarlo a la escuela, tengo que ir a trabajar. No puedo estar teniendo esta conversación. No sólo no puedo, si no que no sé cómo sostenerla, -piensa ella. El cuerpo le pesa, el cansancio que tiene se parece al de los viernes a la noche cuando termina la semana, agotada, tirada en el sillón frente al televisor. Pero no es viernes, es martes. El día recién empieza. Debe desayunar con Martín, y salir a caminar ese día que, desde la ventana de su casa se avizora pleno, reluciente, como a ella le gusta. Cuando está reponiéndose. Cuando más o menos ha logrado ordenar en su cabeza esas palabras que Martín le acaba de decir con tanta ternura y esperanza. Cuando se dispone a respirar profundamente para luego pararse y hacer como si nada y despertar de eso que se parece a una alucinación, lo escucha una vez más: -¿Mamá? -Sí, hijo. -¿Qué es el alma?

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