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Juan B. Baillinou

El buscado de oro


Dentro de la pequeña cabaña no hacía frío. La estufa al rojo quemaba mata negra que crepitaba dejando un fuerte y hasta agradable olor a resina. Afuera, la noche no dejaba ver la furia del mar, pero se escuchaba las estruendosas arremetidas de las enormes olas contra los altos acantilados. El viento sacudía la cabaña, haciendo crujir las viejas maderas, restos de antiguos naufragios. El faro de Cabo Vírgenes era un punto luminoso y palpitante. Parecía una estrella derribada por la furia del invierno. El buscador de oro, miró la puerta con la tranca puesta, apagó la vela y se tapó con los sucios cueros de oveja. Colocó bajo de su almohada la bolsita con las tres pepitas de oro. Acostó la escopeta a su lado y se durmió pensando en su mujer lejana. Hacía meses que lavaba y cernía arena a orillas del océano en la desembocadura de los Tres Manantiales. Muy pocas pepitas había conseguido. Sí no hubiese sido por las liebres que cazaba al atardecer, se habría muerto de hambre, como les pasó a los habitantes de la fortaleza Nombre de Jesús, fundada por Sarmiento de Gamboa en 1584. También podría quedar su esqueleto, como el de ellos, bajo esa arena que hoy pisaba. Pero él no sabía esa historia. A veces comía mejillones, cuando la marea bajaba mucho y los dejaba al descubierto. Ellos también comieron mejillones, pero él no lo sabía. Cuando se arrodillaba a la orilla del angosto riacho para zarandear arena, cubierta su cabeza con pasamontaña de cuero y su larga barba; se veía reflejado en las claras aguas, le parecía que tenía puesto un yelmo. Pasaba largo rato contemplándose, hasta que lo estremecía el grito repetido de alguna gaviota que sonaba a risa burlona. Un día escarbando en la arena se encontró una vasija de barro. No pudo comprender por qué estaba ahí; pero le resultó muy útil, tanto como a sus primitivos dueños. Otras veces en aquella soledad, al parloteo incesante de los pingüinos se lo imaginaba como voces humanas, tan humanas como las que una vez se escucharon, casi quinientos años atrás; pero, él no lo sabía. Muchas noches, algún zorro hambriento merodeaba por las cercanías de la cabaña y su grito llamando a “tío Juan”, le hacía meter la cabeza debajo de la almohada. Él tampoco sabía que enterrado en la arena había un esqueleto del contramaestre de Gamboa, de nombre Juan, quien pensaba volver a España cargado de oro. El viento que hizo flamear la hispana bandera, era el mismo que hacía crujir su cabaña. Y Gamboa en 1584, también subió al acantilado llevando una gran cruz, pero él lo ignoraba. Y el buscador de oro sobre el acantilado miraba la playa desde la altura. Siempre había resaca o restos de naufragios, que él usaba para leña. Entonces el viento, casi le sacó la cruz de las manos a Gamboa. Y ahora a él, una racha violenta le hizo perder pie y cayó al vacío. Golpeó su cabeza contra la punta de una antigua ancla semienterrada. A su lado sobresalía de la arena la cara sonriente y desteñida de un viejo mascaron de proa…

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